► Título original: Времеубежище
► Traducción: César Sánchez, María Vútova
► Año: 2020
► Edición: Fulgencio Pimentel (2022)
► Páginas: 408
Puede que Gueorgui Gospodínov (Yambol, 1968) lo esté petando ahora mismo con El jardinero y la muerte (Impedimenta, 2025), pero el libro que puso al escritor búlgaro en el foco de la escena mediática fue, sin duda alguna, Las tempestálidas. Galardonada con el Premio Strega y el Booker Internacional, la espectacular novela de Gospodínov es una clase maestra de literatura donde convergen la mitificación de la historia y la especulación sobre el porvenir de una manera que difumina los límites entre ambas facetas. No sé cómo hemos llegado hasta aquí. No sé cómo lo ha descubierto Gospodínov. Pero la realidad es que el futuro es un tiempo inexistente, el pasado nos pisa los talones y Europa se halla atrapada en un eterno retorno donde el presente queda reducido a un modo de conjugar verbos terroríficos.
El protagonista y narrador de Las tempestálidas es un escritor fascinado con la escurridiza figura de Gaustín, psicoterapeuta pionero en implementar un rompedor tratamiento contra el Alzheimer que consiste en una clínica donde se recrean de forma fidedigna distintas décadas del siglo XX. Enclavado en la paradisíaca apacibilidad de los montes suizos, este «Cronorefugio» permite a los enfermos trasladarse de nuevo a su juventud, revivir los últimos momentos que permanecen intactos en su memoria y desempolvar, como reliquias sepultadas por el paso del tiempo, recuerdos que parecían desaparecidos, perdidos para siempre, pero que en realidad aguardaban latentes el reencuentro con un presente olvidadizo.
Este avance revolucionario, que podría constituir a primera vista un feliz hito en el campo de la medicina, va adquiriendo un cariz sombrío a medida que personas sanas empiezan a solicitar el ingreso en la clínica. Pronto, la supuesta cura contra el Alzheimer cobra una dimensión delirante y el furor por los «Cronorefugios» se va extendiendo por Europa de manera imparable hasta invadir ciudades y países enteros, estados enajenados que acabarán aceptando celebrar un referéndum para decidir como nación hacia qué década prodigiosa van a emprender su regresión idílica.
No voy a andarme con rodeos. Las tempestálidas es el mejor libro que he leído este año y veo pocas probabilidades de que vaya a ser destronado. Lo que hace aquí Gospodínov es un cautivador ejercicio de deconstrucción literaria que solo está al alcance de alguien que haya tenido que recomponer sus pedazos desde las profundidades de un búnker en algún país del antiguo bloque soviético. Gospodínov efectúa una maravillosa meditación sobre la naturaleza del tiempo que es bella y terrible a partes iguales, pero también lúcida, provocativa, electrizante, ambiciosa y profundamente conmovedora. En clave de distopía —tan verosímil que parece premonitoria—, el autor búlgaro repasa las cicatrices de un continente caracterizado por el conflicto e intenta abrir con su afilada prosa una herida en la conciencia de los que buscan hacer de la nostalgia un proyecto político.
Leyendo Las tempestálidas me he descubierto añorando épocas que no he vivido. He recordado cosas que nunca sucedieron. Y el efecto era tan poderoso que por momentos quería quedarme a vivir ente las páginas de este libro. Sí, tal es la magia de las novelas y tanto asombro provoca el truco de manos de Gospodínov, donde pretérito y subjuntivo se entrelazan cómodamente y la identidad —la individual y la histórica— revela su cualidad más onírica. Además de una obra escrita de manera triunfal, magnífica, como si retratar la irreconciliable heterogeneidad de los nacionalismos europeos fuese una gesta heroica, Las tempestálidas es una lectura rabiosamente humana, una baliza a la que aferrarnos para evitar ese insufrible destino nuestro que es tropezar dos veces con la misma piedra.
«El tiempo no anida en lo extraordinario. Busca un lugar tranquilo y pacífico. Si das con rastros de otra época, será durante una tarde anodina. Una tarde en la que no haya sucedido nada en particular. Nada, salvo la vida misma...»
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