► Título original: Moi qui n'ai pas connu les hommes
► Traducción: Alicia Martorell
► Año: 1995
► Edición: Alianza Editorial (2025)
► Páginas: 184
30 años después de su publicación, Yo que nunca supe de los hombres está experimentando una segunda vida, al parecer, gracias al algoritmo de TikTok y al colosal poder de convocatoria de Dua Lipa. Quienquiera que aún piense que no estamos atrapados en un capítulo de Black Mirror que se lo haga mirar. En cualquier caso, agradezco a los actuales vientos que soplan las velas del mercado editorial que hayan permitido cruzarme en el camino de este libro porque la obra de Jacqueline Harpman (Etterbeek, 1929) es una de las narraciones distópicas más intrigantes, audaces y conmovedoras que he tenido la suerte de leer, una novela absolutamente sorprendente y arriesgada, pero que recompensa con creces el salto de fe necesario para adentrarse en ella.
La historia arranca con un grupo de cuarenta mujeres enjauladas en un sótano, desprovistas de cualquier atisbo de su pasado y sometidas constantemente a la estricta vigilancia de unos guardias que observan impasibles y no hacen nada aparte de suministrarles comida y sofocar cualquier intento de las prisioneras de quitarse la vida. De entre ellas destaca una niña perspicaz y con espíritu inconformista que no conserva ningún recuerdo previo a su confinamiento, ni del cataclismo que acabó con el mundo antiguo, pero que es víctima de una curiosidad impertinente y una necesidad apremiante de conocimiento, tanto del mundo más allá de las rejas como de su interior agitado y repleto de interrogantes.
La joven protagonista, movida por un creciente sentido crítico, rápidamente cuestiona los preceptos del reducido orden social del que forma parte y pone en entredicho la autoridad de las mujeres más mayores del clan, liderando una resistencia contra la opresión del sistema que pasa por un individualismo idealista y una convicción inamovible en la incapacidad de imponer restricciones al milagro del pensamiento propio. Sin embargo, un buen día se disparan las alarmas del búnker, los soldados uniformados desaparecen sin dejar rastro y de repente las cuarenta prisioneras se ven obligadas a sobrevivir en un paisaje abandonado, con la única compañía de su soledad mutua y la terrible sospecha de que su recién adquirida libertad no es sino la misma cadena con otros eslabones.
Así, la protagonista de Yo nunca supe de los hombres narra su emocionante periplo a través de un mundo carente de sentido junto a sus compañeras de fatiga, embarcadas en un fútil viaje en busca de significado que las llevará a deambular por un planeta sospechosamente parecido al nuestro, pero que despierta tanta familiaridad como alienación. Jacqueline Harpman ha escrito una obra sobria y elegante, pero exquisitamente compleja, rica en detalles y heredera de una entusiasta reivindicación de la experiencia humana. Desde un prisma de obnubilada inocencia, Harpman se pregunta cuál es el valor de la vida y qué hace, aun cuando existen tantos elementos empecinados en erradicarla, que merezca la pena vivirla.
La trama de la novela supone, en gran parte, un recorrido por los emotivos lazos de sororidad, amor y admiración que se tienden entre las mujeres del grupo a medida que se van conociendo y creando experiencias compartidas. El envejecimiento, la enfermedad y, finalmente, la inevitable muerte se erigen como teloneros de un destino aciago que va cobrándose su salario, diezmando la población de una comunidad condenada, tras la desaparición de los hombres, a una extinción prematura, sin que la protagonista alcance a vislumbrar si su existencia obedece a los designios de un experimento macabro, a la azarosa casualidad o al entretenimiento cruel de un dios indolente.
No obstante, a pesar de su tono apesadumbrado, la novela está llena de esperanza. Jacqueline Harpman ha elaborado una obra de ritmo pausado, pero repleta de giros inquietantes e imprevisibles; una novela de impresiones fugaces y poso duradero que nos recuerda la extrema relevancia, no de dejar vestigios, sino de dar testimonio. Yo que nunca supe de los hombres es una reflexión futurista, y al mismo tiempo atemporal, sobre la paradójica condición humana, insignificante y trascendental, y de cómo podemos aspirar a la eternidad mientras permanezcan en circulación las historias a las que damos forma.
«No sabía nada de él, pero tampoco sabía nada de mí misma, salvo que un día yo también moriría y que, como él, me construiría un soporte que me mantuviera erguida, mirando al frente hasta el último momento, cuando la muerte hubiera vencido mi mirada, sería como un monumento de orgullo alzado con odio frente al silencio.»
★★★★





0 comentarios :
Publicar un comentario