►Título original: Fierce Attachments
►Traducción: Daniel Ramos Sánchez
►Año: 1987
►Editorial: Sexto Piso
►Páginas: 224
El género autobiográfico no es uno en el que suela aventurarme con mucha frecuencia. Sin embargo, las memorias de Vivian Gornick, que han permanecido inéditas en castellano desde su publicación original en 1987, han recibido demasiada atención de los medios literarios como para pasar desapercibidas. Nombrado en 2017 como mejor libro del año por el Gremio de Libreros de Madrid, Apegos feroces ha logrado la inusual proeza de aunar el beneplácito de esos habituales antagonistas que son crítica y público. Sin duda, la honestidad brutal que recorre las páginas de Apegos feroces explica en gran medida este fenómeno. Sentir que lo narrado nace de las entrañas es una característica esencial que deben reunir los trabajos de ficción, pero se convierte en absolutamente imprescindible cuando el autor se elige a sí mismo como objeto de estudio.
En el caso de Gornick, es la problemática relación con su madre lo que acapara el foco de interés narrativo, una relación áspera, puntiaguda, marcada por la falta de entendimiento y unos violentos arrebatos de exaltación emocional. Gornick relata su infancia en el neoyorquino barrio del Bronx como hija de obreros judíos y describe su educación sentimental como una contienda entre dos formas diferentes de entender el amor: la de su madre, tradicional, absoluta e incondicional, y la de su vecina Nettie, una mujer despampanante que abraza y emplea a conveniencia el influjo erótico que ejerce, en un sentido sexual, sobre los hombres y, en otro más profundo, fascinante e hipnótico, también sobre las demás mujeres.
Gornick crece así entre los intersticios del espectro romántico, demasiado instruida como para conformarse con lo que implica el papel de esposa tradicional, pero no lo suficientemente liberada de las cadenas que impone su percepción heredada. Estas impresiones del pasado se intercalan a lo largo del relato con los paseos que efectúa Gornick en tiempo presente con su madre, ya octogenaria, por las calles de Nueva York, paseos en los que la autora norteamericana reflexiona sobre su contribución al movimiento feminista mientras describe, entre otras cosas, su historial amoroso o su necesidad, a veces imperiosa, de verter las ideas sobre el papel. Siempre, eso sí, bajo la escrutadora y reprobatoria mirada de su madre, ente inseparable e insustituible de su propia identidad.
Apegos feroces constituye una apasionante y cautivadora exploración de las tensiones materno-filiales, pero también un examen concienzudo de la posición en la que se hallaban las mujeres de toda una generación. Mujeres inconformistas, entrometidas, abnegadas, inspiradoras, que odian a sus maridos, mujeres que se gritan «puta» en el rellano de la escalera, que aparecen, se van, pero nunca sin dejar huella. Del retrato tan vívido e intenso que hace Vivian Gornick de la figura materna se desprende un talento narrativo poco común, una compulsión rayana en lo obsesivo que trata por todos los medios de purgar los demonios presentes en el vínculo que las une. Esta dicotomía, esta angustia engendrada por amar lo que nos duele, es el feroz apego que consume a Vivian Gornick y que la escritora norteamericana utiliza como combustible de su narración. El de Gornick es un estilo inflamable, una llama que prende, no para consumir, sino para iluminar, para desatarse de aquello que la constriñe. Más allá de lo que cuenta, lo que hace de Apegos feroces un libro tan sobresaliente es la voz que se emplea para contarlo, una voz que a veces grita y otras susurra, pero que en todo momento seduce.
"Sangre, gritos, cristales rotos a ambos lados de la puerta. Esa tarde pensé: «Una de las dos va a morir a causa de este apego»".
PUNTUACIÓN: ★★★★
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