►Título original: Grădina de sticlă
►Traducción: Marian Ochoa de Eribe
►Año: 2018
►Edición: Impedimenta (2021)
►Páginas: 376
Cuenta la propia autora en el prólogo a la edición española que tal vez El jardín de vidrio «sea
un hito en un camino muy largo y accidentado. O tal vez sea un mapa». Y es que el regreso de Tatiana Țîbuleac (Chisinau, 1978) tras deslumbrar con El verano en que mi madre
tuvo los ojos verdes no es sino literatura entendida como herramienta de búsqueda, la pulsión de
encontrar tu espacio en un mundo que te repudia cruelmente sin motivo alguno.
Basada en las propias —y terribles— experiencias de la autora, El jardín de vidrio nos
pone en la piel de Lastochka, una niña huérfana que es rescatada del orfanato en el que convive
diariamente con el horror por una mujer llamada Tamara Pavlovna. Bajo su particular tutela a
base de correctivos físicos, Lastochka se gana la vida recogiendo botellas por las calles de la
capital moldava, encontrando a su paso un variopinto conglomerado de putas, alcohólicos,
enfermos y lisiados que constituyen lo más parecido al concepto de familia que Lastochka ha
conocido nunca.
En cada capítulo, breve y violento como una puñalada, Tatiana Țîbuleac esboza un brochazo impresionista del ocaso soviético en el que le ha tocado desenvolverse a la
protagonista, relatando escenas de auténtico terror doméstico con su estilo poético y crepuscular tan
característico. Al son de Chernóbil y la perestroika, la narración sigue una cronología desbaratada, intercalando episodios de la infancia de
Lastochka con acontecimientos posteriores en los que observamos fugazmente su formación
como médico o conocemos el destino aciago de muchos personajes. A veces una bofetada nos devuelve al presente, desde el que la narradora, convertida en madre de una criatura maltrecha
y abandonada por su pareja, carga contra la indignidad de unos padres invisibles que se
deshicieron de ella a muy corta edad.
A pesar de su naturaleza trágica y sus reminiscencias a
drama dickensiano, El jardín de vidrio es una novela plagada de momentos absolutamente
luminosos y conmovedores. La «perra salvaje» de Lastochka es capaz de pegar unas terribles
dentelladas, pero no renuncia a conservar cierto grado de ingenuidad y pureza.
El lenguaje es, y no solo en su aspecto formal, uno de los grandes pivotes de la novela.
Lastochka, como la propia Țîbuleac, sufre en sus carnes un conflicto de identidad generado por
la convivencia en su fuero interno de tres idiomas y dos alfabetos. ¿Se puede amar una lengua
aprendida a mamporrazos? ¿Se puede amar, siquiera, en un mundo desprovisto de compasión
por sus vástagos más desprotegidos y frágiles? Sensible y caleidoscópica, emotiva y demoledora
a partes iguales, El jardín de vidrio muestra con rotunda claridad toda la luz que pueden reflejar los cristales rotos.
«Antes que vivir con vergüenza, Lastochka, mejor vivir con dolor. [...] La vergüenza no te quita nada, te añade algo. Se te clava como una astilla y te llena de pus. La aceptas un segundo y no se olvida de ti por los siglos de los siglos. Te salta al cuello, se te encarama, y ni la muerte te saca de debajo de su pie diabólico.»
PUNTUACIÓN: ★★★★
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