►Título original: The Beet Queen
►Traducción: Carlos Peralta
►Año: 1986
►Editorial: Siruela
►Páginas: 340
►Valoración: ★★★☆
Sin duda alguna, La Reina de la Remolacha tiene uno de los arranques más sombríos que recuerdo haber leído en mucho tiempo. En tan solo una decena de páginas, un hombre muere asfixiado como resultado de un accidente laboral, tres hermanos son abandonados por su madre —que se da a la fuga con un acróbata aéreo mientras realiza uno de sus espectáculos itinerantes—, un bebé es robado y un chico de catorce años mantiene relaciones sexuales con un desconocido en un vagón de tren. Nuestros comienzos ciertamente nos moldean como personas. El eco de una infancia atribulada puede reverberar en el transcurso de los años hasta agriar el carácter más de lo soportable. No obstante, si algo nos recuerda la fantástica novela de Louise Erdrich es que cada herida, por muy profunda que sea, encuentra su propia manera de cicatrizar.
Los tres hermanos mencionados al principio toman enseguida caminos divergentes que, sin embargo, no dejan de entrecruzarse durante toda la novela (atrapando a otros muchos personajes entre sus redes). La pequeña Mary Adare, por ejemplo, se hospedará en la carnicería de sus tíos, inmersa en un ambiente de austeridad, compitiendo con su prima Sita por los afectos de quienes les rodean y engendrando así una rivalidad que, lejos de apaciguarse, irá adquiriendo todo tipo de retorcidas manifestaciones. En sueños, Mary rememora una y otra vez la repentina huida de su madre, Adelaide, y fantasea con la idea de asesinarla. Su mezquindad es directamente proporcional al rencor que guarda. No es de extrañar, por tanto, que se acabe comportando de forma huraña y que, al recibir una postal firmada por Adelaide, le conteste en nombre de su tía diciendo que sus tres hijos han muerto de hambre.
La novela de Erdrich está repleta de estos malentendidos, sean o no intencionales. Cartas que se escriben y nunca se envían... cartas que se escriben y nunca se leen... o incluso cadáveres a los que todo el mundo toma por seres conscientes. La falta de comunicación es una constante que traza de manera sorprendente los destinos de quienes viven entre las páginas de La Reina de la Remolacha. Otro rasgo característico, y que es denominador común en todas las obras de Erdrich, es la aparición de fenómenos sobrenaturales y ritos relacionados con la comunidad Chippewa (aunque aquí, al contrario que en Filtro de amor, la mayoría de personajes no sean de origen nativo). Ya sea por medio de visiones, «milagros», sueños de difícil interpretación o el interés casi patológico de Mary por la quiromancia, la esfera religiosa y/o de lo paranormal está presente en el mismo corazón de la novela, aunque no siempre sea evidente.
Lo que sí es evidente es la increíble destreza de Louise Erdrich a la hora de construir personajes y añadirles capas, a pesar de que la propia estructura de la novela, compartimentada en multitud de narradores y saltos temporales, complique la tarea. Este detalle me parece especialmente manifiesto en el personaje de Karl Adare, que tras permanecer en el más absoluto de los anonimatos durante buena parte de la historia, regresa a ella de manera impetuosa para poner la trama patas arriba. Al contrario que su hermana Mary, Karl no solo ha perdonado a su madre, sino que llega a comprender sus motivos. Sin embargo, ser misericordioso no le libra de sufrir una total incapacidad para establecer relaciones afectivas sólidas, incapacidad que radica sin duda en el traumático abandono que sufrió de pequeño. Sus pasiones son violentas, agitadas, impredecibles e incontrolables. Con mujeres o con hombres. De su efímera aventura con Celestine James, mejor amiga de Mary, nacerá una niña llamada Dot (a la que conocimos en Filtro de amor), llegada para inundar con su rebeldía y malos modales un hogar ya de por sí bastante convulso.
A partir de ese momento, Louise Erdrich elabora una fascinante exploración de los lazos familiares que indaga en distintas facetas de la maternidad, la identidad y el amor (en todas sus variantes y peculiares complicaciones), y aborda la posibilidad de que estemos condenados a repetir los errores de nuestros antepasados. Si bien el resto de la novela palidece en comparación con un primer tercio sencillamente memorable, La Reina de la Remolacha me ha parecido en líneas generales una obra muy recomendable, un vertiginoso drama familiar salpicado de lirismo, imágenes hipnóticas y un retorcido sentido del humor que se desarrolla a lo largo de cuatro décadas emocionantes, todo ello con la Gran Depresión y posterior industrialización de áreas rurales como telón de fondo. Un perfecto aperitivo, a fin de cuentas, para adentrarse en la obra de una autora que lleva décadas cautivando a la crítica norteamericana. Ahora entiendo que de forma muy merecida.
Los tres hermanos mencionados al principio toman enseguida caminos divergentes que, sin embargo, no dejan de entrecruzarse durante toda la novela (atrapando a otros muchos personajes entre sus redes). La pequeña Mary Adare, por ejemplo, se hospedará en la carnicería de sus tíos, inmersa en un ambiente de austeridad, compitiendo con su prima Sita por los afectos de quienes les rodean y engendrando así una rivalidad que, lejos de apaciguarse, irá adquiriendo todo tipo de retorcidas manifestaciones. En sueños, Mary rememora una y otra vez la repentina huida de su madre, Adelaide, y fantasea con la idea de asesinarla. Su mezquindad es directamente proporcional al rencor que guarda. No es de extrañar, por tanto, que se acabe comportando de forma huraña y que, al recibir una postal firmada por Adelaide, le conteste en nombre de su tía diciendo que sus tres hijos han muerto de hambre.
La novela de Erdrich está repleta de estos malentendidos, sean o no intencionales. Cartas que se escriben y nunca se envían... cartas que se escriben y nunca se leen... o incluso cadáveres a los que todo el mundo toma por seres conscientes. La falta de comunicación es una constante que traza de manera sorprendente los destinos de quienes viven entre las páginas de La Reina de la Remolacha. Otro rasgo característico, y que es denominador común en todas las obras de Erdrich, es la aparición de fenómenos sobrenaturales y ritos relacionados con la comunidad Chippewa (aunque aquí, al contrario que en Filtro de amor, la mayoría de personajes no sean de origen nativo). Ya sea por medio de visiones, «milagros», sueños de difícil interpretación o el interés casi patológico de Mary por la quiromancia, la esfera religiosa y/o de lo paranormal está presente en el mismo corazón de la novela, aunque no siempre sea evidente.
Lo que sí es evidente es la increíble destreza de Louise Erdrich a la hora de construir personajes y añadirles capas, a pesar de que la propia estructura de la novela, compartimentada en multitud de narradores y saltos temporales, complique la tarea. Este detalle me parece especialmente manifiesto en el personaje de Karl Adare, que tras permanecer en el más absoluto de los anonimatos durante buena parte de la historia, regresa a ella de manera impetuosa para poner la trama patas arriba. Al contrario que su hermana Mary, Karl no solo ha perdonado a su madre, sino que llega a comprender sus motivos. Sin embargo, ser misericordioso no le libra de sufrir una total incapacidad para establecer relaciones afectivas sólidas, incapacidad que radica sin duda en el traumático abandono que sufrió de pequeño. Sus pasiones son violentas, agitadas, impredecibles e incontrolables. Con mujeres o con hombres. De su efímera aventura con Celestine James, mejor amiga de Mary, nacerá una niña llamada Dot (a la que conocimos en Filtro de amor), llegada para inundar con su rebeldía y malos modales un hogar ya de por sí bastante convulso.
A partir de ese momento, Louise Erdrich elabora una fascinante exploración de los lazos familiares que indaga en distintas facetas de la maternidad, la identidad y el amor (en todas sus variantes y peculiares complicaciones), y aborda la posibilidad de que estemos condenados a repetir los errores de nuestros antepasados. Si bien el resto de la novela palidece en comparación con un primer tercio sencillamente memorable, La Reina de la Remolacha me ha parecido en líneas generales una obra muy recomendable, un vertiginoso drama familiar salpicado de lirismo, imágenes hipnóticas y un retorcido sentido del humor que se desarrolla a lo largo de cuatro décadas emocionantes, todo ello con la Gran Depresión y posterior industrialización de áreas rurales como telón de fondo. Un perfecto aperitivo, a fin de cuentas, para adentrarse en la obra de una autora que lleva décadas cautivando a la crítica norteamericana. Ahora entiendo que de forma muy merecida.
Anteriormente en #AdoptaUnaAutora:
Los dramas familiares me encantan así que gracias por la reseña porque desconocía la existencia de este libro. Un beso
ResponderEliminar